jueves, 8 de diciembre de 2011

Memorias culinarias - Recuerdos de Senegal


Llegada al aeropuerto de Dakar. Qué raro es estar por primera vez en un lugar en donde todos tienen otro color de piel, pensé. Me hablan en francés, bonjour madame, agarro las valijas y las pongo en un carrito. Una de las ruedas parecía cuadrada. Costaba más llevar el equipaje con el carrito que sin él. Un policía me dijo sonriendo “su carrito no funciona muy bien, señorita”, y me dio otro. Hice dos metros y se le cayó una rueda. Pensé que era un chiste de bienvenida. 


Salgo del aeropuerto, paso a los hombres que me preguntaban si quería cambiar dinero o algún taxi, y después de unos minutos de angustia, uno viene con paso firme y una sonrisa, y me dice “Hola, soy El Hadji”. Lo miré con más que desconfianza, porque los hermanos de mi amigo senegalés que iban a buscarme se llaman Meka y M’Baye. Entonces agregó “M’Baye”, agregó “Meka”y como vio que no me convencía nombró a mi amigo. Pero nuestro código secreto para evitar timos era otro: “¿Cuál es tu número de teléfono?” le pregunté ya con un poco de vergüenza, y ahí me dio la clave secreta, y salimos los dos. Nos subimos al auto de Meka, que estaba al volante, y partimos.

No había luz, y las primeras impresiones de África fueron eso: impresiones. Los puestitos de frutas todavía funcionaban de noche, iluminados desde arriba con lamparitas tenues de kerosén; daba sensación de desvencijamiento general, en autos, en carteles, en las calles de tierra y pozos. No, no era una sensación, era una certeza, la realidad, o bien otra realidad, simultánea a la mía, y muy distinta. En el auto, sonaba No Woman No Cry, y era todo un guiño. Recordé la emoción general que provocó esta canción en el recital de The Wailers en Bruselas, allá, en el otro mundo. ¿Era yo la que estaba ahí? Sí, qué bárbaro, era yo… Para tranquilizarme, Bob me decía “everything’s gonna be all right”, y lo repetía una y otra vez. Yo miraba desde atrás a los dos desconocidos que me llevaban en medio de aquella oscuridad por lugares ignotos, y todavía me preguntaba “¿Y si no fueran los hermanos de mi amigo?”. Pero Bob insistía: “everything’s gonna be allright...” y yo quería sonreír mientras miraba por la ventanilla.

Apenas llegamos a la casa, que estaba a oscuras, entre velas y linternas, corrieron los niños a abrazarme con un arrojo y un afecto tal que me dieron ganas de achucharlos a los tres. Cuando alcé la vista, el cuadro: los padres de mi amigo en un claroscuro caravaggiano. Ella, con sus telas colgando y un pañuelón en la cabeza; él con una túnica y el bonete plano que usan tanto los musulmanes. Me sentaron en el trono de la casa, y mientras me preguntaban por toda la familia en Europa, me estudiaban. Entre las luces temblorosas de las velas yo también intentaba estudiarlo todo, sonreía, no sabía qué hacer. Hasta que decidí que era el momento de repartir regalos, míos y de mi amigo, y fui a buscarlos. Recién al final del viaje me di cuenta de que para ellos el regalo es casi un trámite, no es algo ante lo que tengan que fingir un agradecimiento inmenso llenándote de sonrisas, de gracias y apretones de manos. Miran el regalo y simplemente asienten con la cabeza.  En general, no tienen esas leyes de amabilidad que tenemos sobre todo en Latinoamérica. Son mucho más bruscos, porque para ellos el “por favor” y el “gracias” son tratamientos degradantes. Y con razón. Pero eso lo aprendí después. En ese momento, cuando les di el dulce de leche y el mate, y empecé a recitar la ensayada explicación en francés de qué es el mate, me parecía que no les interesaba en lo más mínimo.

Me habían estado esperando para comer (era Ramadán). “Entonces no se hable más, vamos a comer”, dije. Se rieron todos y plantaron delante de mí una bandeja llena de manjares. Se quedaron mirándome, esperando que empezara yo, y yo me quedé mirándolos, esperando que empezaran ellos. Meka me trajo una palangana con agua jabonosa para lavarme las manos y me adoctrinó sobre la forma de comer en Senegal. Y así es que empecé a comer con la mano, la derecha, eso sí, la derecha. Ahí, en ese mismo instante comenzó algo que iba a ser una constante en todo el viaje, cada vez que comiera con africanos. El “Mange!” (¡Come!). Comer es algo distinto en nuestras culturas. Nosotros cenamos charlando, cada uno en su plato hace lo que quiere, nos distraemos con la comida, con la televisión, cenar en familia parece más una excusa que un fin. Ahí no. Ahí cuando se come, se come. A callar. Todos de un mismo plato, no mires para arriba, no mastiques demasiado, no hables, no queremos que sonrías. Tú come.

2 comentarios:

María Elvira Raquel de Arechavala dijo...

qué hermoso!!!!!!!!!!, más, mucho más, mi Luli, que esto debe llegar a ser un pequeña crónica, para editar y publicar. Y no es joda.
besotes.
veamos si esto entra. porque he intentado dejar comentarios, pero el sistema puede más, o yo mucho, pero mucho menos

Anónimo dijo...

.....Y ademàs comiò .