Tenía 12 años, y era verano. Y en verano en casa se hacía gelatina. Con pedacitos de frutas, o gelatina a la que se le agregaba yogur líquido, para lograr una especie de capa cremosa, infeliz consuelo dietético para quienes aman el helado tanto como yo.
Vivíamos en una casa rara. Rara porque era larga, como un tren de habitaciones que se sucedían una tras otra. El último vagón, o quizás la locomotora, era el consultorio de mi papá, que tanto mi hermano como yo usábamos a modo de cápsula de aislamiento artístico-musical. Teníamos la costumbre de cerrar bien las puertas (una de ellas solo se abría desde adentro) en señal de "prohibido pasar" y así iban desfilando en el volumen más alto posible nuestras músicas preferidas. Pero me estoy yendo por las ramas. Estoy describiendo esto, porque mi hermano "GMT" (mantengamos el anonimato) estaba precisamente ahí, encerrado, escuchando todo el folclore disponible en esos momentos en cd. Nada mal para un adolescente de quince años recién cumplidos. Mis padres habían salido a hacer una compra grande al supermercado y yo, aburrida, decidí preparar gelatina. Me complacía imaginar la sonrisa de mi mamá al ver que su nena era tan aplicada que había preparado más gelatina.
Así que eché la gelatina en polvo en el cuenco que usábamos siempre para ese menester. Herví el agua, la vertí en una taza, agarré la taza con la mano izquierda y la cuchara de madera con la mano derecha... y derramé toda el agua hirviendo sobre mi pierna. No sé cómo hice, se me habrá resbalado simplemente.
Empecé a aullar. Pero mi hermano estaba en la cápsula, en el otro extremo de la casa, y por toda respuesta recibía los ecos de las voces de los Huanca Hua, o del Cuarteto Zupay. Me metí en la bañera, y dejé la pierna bajo el chorro de agua fría. Me desgañité gritando en vano, hasta que sonó el timbre. Era mi mamá, que volvía del supermercado y me llamaba para ayudarla a subir la compra. Cuál habrá sido el grito roto que pegué, pidiéndole que subiera urgentemente, que mi mamá ese día rompió el tiempo record de madres subiendo escaleras.
Me llevaron al hospital, me trataron la quemadura que se extendía a lo largo del muslo y comenzaba a ampollarse entera. Mi papá me tranquilizó diciéndome que estaba todo bien, que a lo sumo rebanarían ese filetito largo que todavía ardía en el muslo. Y así amagué media sonrisa.
Por eso ya no hago más gelatina. Es mucho mejor ir a la heladería.
Vivíamos en una casa rara. Rara porque era larga, como un tren de habitaciones que se sucedían una tras otra. El último vagón, o quizás la locomotora, era el consultorio de mi papá, que tanto mi hermano como yo usábamos a modo de cápsula de aislamiento artístico-musical. Teníamos la costumbre de cerrar bien las puertas (una de ellas solo se abría desde adentro) en señal de "prohibido pasar" y así iban desfilando en el volumen más alto posible nuestras músicas preferidas. Pero me estoy yendo por las ramas. Estoy describiendo esto, porque mi hermano "GMT" (mantengamos el anonimato) estaba precisamente ahí, encerrado, escuchando todo el folclore disponible en esos momentos en cd. Nada mal para un adolescente de quince años recién cumplidos. Mis padres habían salido a hacer una compra grande al supermercado y yo, aburrida, decidí preparar gelatina. Me complacía imaginar la sonrisa de mi mamá al ver que su nena era tan aplicada que había preparado más gelatina.
Así que eché la gelatina en polvo en el cuenco que usábamos siempre para ese menester. Herví el agua, la vertí en una taza, agarré la taza con la mano izquierda y la cuchara de madera con la mano derecha... y derramé toda el agua hirviendo sobre mi pierna. No sé cómo hice, se me habrá resbalado simplemente.
Empecé a aullar. Pero mi hermano estaba en la cápsula, en el otro extremo de la casa, y por toda respuesta recibía los ecos de las voces de los Huanca Hua, o del Cuarteto Zupay. Me metí en la bañera, y dejé la pierna bajo el chorro de agua fría. Me desgañité gritando en vano, hasta que sonó el timbre. Era mi mamá, que volvía del supermercado y me llamaba para ayudarla a subir la compra. Cuál habrá sido el grito roto que pegué, pidiéndole que subiera urgentemente, que mi mamá ese día rompió el tiempo record de madres subiendo escaleras.
Me llevaron al hospital, me trataron la quemadura que se extendía a lo largo del muslo y comenzaba a ampollarse entera. Mi papá me tranquilizó diciéndome que estaba todo bien, que a lo sumo rebanarían ese filetito largo que todavía ardía en el muslo. Y así amagué media sonrisa.
Por eso ya no hago más gelatina. Es mucho mejor ir a la heladería.
1 comentario:
mimiauñmiauuuuuuuuuu
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